jueves, 26 de febrero de 2009

Las transformaciones del
P
arecen consolidarse nuevas tendencias hegemónicas en el protestantismo nacional. De iniciales críticos del clericalismo católico, y de la pretensión de éste a dominar la sociedad, los evangélicos mexicanos, en términos generales, practican lo que antes decididamente rechazaban. Tal vez así estén adulterando su vocación original: la democratización de lo religioso y construir núcleos contrastantes con su entorno social y político, pero sin el recurso constantiniano de usar al Estado con fines adoctrinadores.
En nuestro siglo XIX, a partir de la promulgación de la Ley de Libertad de Cultos juarista (4 de diciembre de 1860), las células protestantes comienzan a consolidarse en el país. Distintos esfuerzos locales, a los que después se articulan los misioneros llegados del extranjero, le van dando forma y cariz al protestantismo de corte evangélico en diversas partes de la geografía nacional. Una de sus características fue la crítica del predominio clerical católico existente tanto en el seno de la institución eclesiástica como en su pretensión de controlar a la sociedad. Pugnaba por la plena participación de todos los creyentes en los asuntos de su comunidad de fe.
De esa postura claramente anticlerical, en las últimas dos o tres décadas en las distintas expresiones eclesiásticas de perfil evangélico ha ido ganando terreno el control de los liderazgos sobre la feligresía. Incluso, para subrayar la diferencia entre unos y otros, se ha fortalecido un vocabulario antes casi inexistente en las iglesias protestantes. Nos referimos a los términos clérigos y laicos. Aquellos serían los administradores y/o mediadores de los bienes simbólicos de salvación, y los últimos consumidores de lo producido y ordenado por la elite clerical.
Los cambios semánticos denotan transformaciones doctrinales y sus consecuentes prácticas. Ahora campean títulos rimbombantes para referirse a los líderes: apóstoles, reverendos, profetas, ungidos, salmistas, siervos consagrados, varones de Dios. No faltan, en el seno de la corriente clericalizadora dentro del evangelicalismo (que no evangelismo) mexicano, quienes lanzan todo tipo de anatemas contra los que se atreven a poner en duda las revelaciones que dicen recibir los iluminados neoclérigos. El clericalismo evangélico, en lugar de fortalecer la independencia de los creyentes, y su derecho a ser actores en la internalización y expresión de lo que creen, busca el control y la dependencia mediante el viejo mecanismo de vigilar y castigar.
La otra tendencia que crece es la que podemos denominar encantamiento con la política partidista. Recordemos que a lo largo de la extensa geografía latinoamericana el protestantismo fue, en el siglo XIX y casi todo el XX, un claro defensor de la laicidad del Estado. Pugnó por la separación del Estado y las iglesias, en contra de lo sostenido por la Iglesia católica, que concebía al Estado como una extensión de sus ideas e intereses. En el anterior contexto, las primeras generaciones de protestantes mexicanos decididamente estuvieron en favor de consolidar el Estado laico como garante en el ejercicio de la libertad de conciencia. Nadie se planteaba la idea de impulsar desde las instituciones públicas y gubernamentales las particulares creencias evangélicas. Es más, prevalecía un rechazo a la participación política partidista y existía la preocupación por forjar comunidades de creyentes éticamente contrastantes con el mundo circundante.
El estricto rechazo a la seducción del poder cambió, no con brusquedad, pero sí con paso firme en la década de los años 80 del siglo pasado. Con un esquematismo ahistórico se comenzó a escuchar que la solución a los problemas de las distintas naciones latinoamericanas estaba en la llegada al poder gubernamental de hombres de Dios, con corazón limpio e intenciones justas y nítidas. En diversos países, el nuestro incluido, fue elaborándose una simplona teología del poder, que prometía cambios súbitos en la calidad de vida de los guatemaltecos, brasileños, peruanos, nicaragüenses y demás nacionales de los países latinoamericanos.
Al inicio con timidez, pero después en distintas zonas del país surgieron esfuerzos empeñados en construir partidos políticos evangélicos, o en ofrecer un copioso apoyo evangélico a cambio de espacios en los partidos ya existentes en el espectro electoral mexicano. Los liderazgos, que se dicen llamados por Dios al ministerio político, hicieron cálculos alegres y proyectaron que recibirían automáticamente los sufragios, en elecciones locales y nacionales, de sus hermanos y hermanas en la fe. Su mecanicismo les jugó malas pasadas, los votos no llegaron en el caudal esperado. Sin embargo, algunos lograron acceder a diversas esferas de poder. En algunos casos por desconocer los entretelones de la vida política partidista, los neopolíticos evangélicos fueron engullidos por los lobos de la politiquería. En otros momentos olvidaron los que decían eran sus principios y motivaciones para buscar el poder, y una vez obtenido (en escalas menores y de escasa repercusión, hay que decirlo) se comportaron de la misma manera que las rancias castas políticas.
Una confesión religiosa, el protestantismo evangélico, que ha tenido en su historia nitidez doctrinal para comprender cuál es su papel en una sociedad plural, tal vez pueda recomponer las dos tendencias que hemos señalado y ser coherente con su vocación original.