sábado, 28 de junio de 2008

HOMILÍA DOMINICAL
29 de Junio de 2008.

Convirtiendo nuestro sentido y valores de la Vida.

Pbro. Miguel Zavala-Múgica+


Remitimos a los lectores de esta homilía a los Propios de la Santa Eucaristía para el día de hoy, que se hallan dos artículos más abajo del presente.

Qué fácil resulta pronosticar calamidades, guerras, carestías, injusticias, asesinatos, robos y otra clase de abusos; fácil en tanto parecen ser las noticias más sencillas de descubrir en el alma humana y en el panorama mundial. Jamás ha sido sencillo ni exento de riesgo irse a parar frente a una autoridad para decirle lo mal que está haciendo las cosas, o lo injusta que resulta su manera de tratar a las personas o de manejar situaciones en una sociedad nacional, en una planta laboral o en otros ámbitos de la vida del mundo.

¿Cómo le ha ido a quienes han denunciado los abusos de “gobers preciosos”, obispos venales y corruptos, políticos, comerciantes abusivos, y otros “preciosos” de la sociedad mexicana? (¡muy mal!), bueno pues ahí está dicho que el tema es tan actual en 2008, como hace unos dos mil quinientos años cuando Jeremías suspiraba por alguien que anunciara una clase de noticias distinta de lo que el simple sentido común le permite a uno percatarse.

En nuestra primera lectura de hoy, Jeremías le dice a Jananías –otro profeta-:

“Los profetas anteriores a ti y a mí, desde la antigüedad, profetizaron guerras, calamidades y epidemias contra muchas tierras y contra grandes reinos. Si un profeta profetiza la paz, cuando la palabra del profeta se cumpla, entonces ese profeta será conocido como el que YAHVÉH en verdad ha enviado”.
No sé si mi percepción será la misma que la del profeta Jeremías, pero me parece que lo que tanto buscamos los seres humanos -cuando nos cansamos de constatar lo mal que andan las cosas en el mundo, en el país, en las iglesias, en los centros de trabajo, en las familias, en los diversos centros de poder-, es cómo hacer para encontrarle el gusto a la existencia, para encontrar lo bello de la vida, aquellas cosas por las que valga la pena vivir… ¡y decírselo a la gente!

He escogido –un poco como compromiso hacia quienes leen o escuchan esta homilía-, como refrán para el Salmo 13 el verso que dice:
“En tu misericordia he confiado;* en tu salvación se regocijará mi corazón.”
Es que prefiero pensar que nos es preciso ordenar a nuestra mente que piense positivamente, que su fuerza y su bendición están en una seguridad en Dios que pasa siempre por una profunda seguridad en nosotros mismos.

Hay momentos en nuestras propias vidas en que no sabemos qué hacer, impotentes para poner fin al dolor, a la enfermedad, a una situación jurídica…, pero otros momentos hay en los que sentimos tener dentro de nosotros toda la vida y plenitud de fuerzas para entregarnos en brazos del trabajo y de la solución de problemas cotidianos, y simplemente tenemos un pie en el cuello, no podemos movernos ni hacer nada, y nuestros mejores años van pasando desperdiciados.

De aquí que mi impulso inicial había sido escribir como refrán del Salmo el verso que dice:


“¿Hasta cuándo, oh SEÑOR? ¿Me olvidarás para
siempre?* ¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro?”

O quizá:



“ilumina mis ojos, no sea que duerma sueño de muerte; que mi enemigo no diga: “Lo he vencido”;* ni mis adversarios se regocijen cuando yo sea sacudido.

Tal vez ese otro sería el impulso natural de gritarle a Dios… ¡que no se burlen de mí estos desgraciados que me controlan o me acorralan la vida!, ¡no dejes que me muera sin haber salido de ésta! Entonces nuestra vida es el primer campo de operaciones donde hay que ensayar el arte de verle el lado amable a la existencia, cambiar actitudes para poder ver “la mano” de Dios trabajando en el mundo y circunstancias en los cuales la vida nos ha colocado.

En ese sentido, el Salmo nos ofrece otro versículo de oro:

“Cantaré al SEÑOR,*porque me ha colmado de
bienes”.

Para poder cantar agradecidos a Dios, necesitamos primero lo que llamamos conversión, que está muy lejos de ser el ejercicio sectario de andar cambiando de iglesias o religiones nomás por el gusto o conveniencia de estar en una o en otra. Conversión se llama a un giro, una vuelta o un vuelco hacia lo esencial de la vida de uno, un cambio de posición –que no necesariamente de ubicación-; puede tratarse simplemente de voltear a ver para donde jamás hemos volteado (tornarnos conscientes de aquello que jamás habíamos sido), aunque también de darle la espalda a ciertas cosas tontas (o de plano malas y castrantes) que inhiben nuestro desarrollo en la vida, para Dios, para nuestras familias, pero –siempre-, para nosotros mismos.

Este cambio de actitud, exige obras, pero no como un requisito previo, sino como resultados y apuntalamientos de nuestro cambio de actitud ante la vida. No en vano se dice que “si cambio yo, cambia el mundo…”. De lo que se trata es de cambiar de ser “carnales a ser “espirituales”, y aquí ya me parece escuchar los pensamientos de quienes leen o escuchan esta homilía:

---“Sí, Padre, tiene usted mucha razón, la carne nos tienta, especialmente a los jóvenes que son débiles ante esos pecados…”

O bien:

---“¡Ah, qué… (flojera)!, Este amigo ya va a recetarnos un rollo de moralina cristiana sobre lo sucio del pecado, cuando es lo más suave de la vida… ¡Yo ya mejor me salgo de esta iglesia!”

¡Qué equivocaciones!: ahí está uno de los enormes problemas del cristianismo actual, el concepto que hemos permitido que se acuñe sobre lo que significan la “carne” y el “espíritu”.

San Pablo dice en la Carta a los Romanos:
“…De la misma manera que antes pusieron ustedes sus miembros –como esclavos-, a disposición de la impureza y de la maldad, para el mal, así ahora pongan sus miembros –como esclavos-, a disposición de la justicia, para santificación".
Las palabras que usa San Pablo nos harían pensar que se refiere al sexo, habla de: “los miembros del cuerpo”, la “impureza” y –en otros pasajes-, menciona más claramente la “carne”, con lo cual muchas personas que leen se remiten al sexo; y el error consiste no sólo en eso, sino, además, en pensar que el sexo sea un pecado, o –peor aún-, que el pecado consista solamente en cuestiones sexuales, dejando aparte un montón de cosas muchísimo más graves, como la crueldad, el robo agravado por infligirse a los más pobres, la represión de la libertad de las personas, etc.
Hace unos días el Papa Benedicto XVI recibió, en sus jardines, al Presidente Bush de los Estados Unidos, y lo felicitó por su “defensa de los valores morales fundamentales”… Yo me pregunto, cómo puede un clérigo hablar de valores en esa forma, cuando bien sabemos la manera como este gobernante estadunidense –y otras personas e instituciones a él asociadas-, han pisoteado la vida y derechos de tantas personas y pueblos.
(Nota oportuna: El Papa es parte del clero de su Iglesia, aunque esté hasta arriba, por lo tanto es un clérigo, y antes que nada, un ser humano, y por ende, falible y digno de respeto como cualquiera; llamarlo "clérigo" no es inapropiado ni insultante).
Mucha de esta gente se enorgullece de defender la vida intrauterina de los no-nacidos: ¿y qué pasa con la vida extrauterina de un montón de gente a la que le destrozan la existencia con el negocio de la guerra? Se escandalizan de que las personas homosexuales reivindiquen sus derechos, alegan que las llamadas uniones solidarias atentan contra la familia, cuando en realidad habría que ver si se trata de una manera más amplia de permitir que las personas puedan expandir sus constelaciones familiares y de relaciones de paz y amistad.
(A ver si leemos con los ojos de la debida preocupación, la nota de la Marcha Gay de este año en Alemania -tan oportuna: véase artículo inmediato inferior a esta homilía-, acerca de lo que puede volver a amenazar al mundo como se sigan tolerando las intolerancias y rudezas morales que caracterizan a la mayoría las iglesias y religiones actuales, incluyendo a la Comunión Anglicana).

Entonces, mucho cuidado con una lectura que nos haga enfatizar la idea de corporalidad como un antivalor (otra vez la “carne”). En realidad, San Pablo sí tenía varios puntos en su teología, en los que sí se veía influido por la moral helenística (griega tardía, del límite entre la Era Cristiana y los siglos anteriores), bastante desilusionada de lo material y corpóreo. Los filósofos epicúreos y estoicos –exacerbando aún más el idealismo de Platón-, oponían de frente la “carne” contra el “espíritu”, como si se tratara de dos cosas que vivieran por sí mismas y no se juntaran en el ser humano.
Pero el concepto de “carne” (sárx, en griego), es mucho más amplio –se refiere a la condición humana, y no sólo es un cúmulo de antivalores-, se trata de todo lo que tiene que ver con el hecho de estar vivos y actuantes en el mundo por medio de un cuerpo físico. De lo que se trata en el discurso moral, es de no permitir que las necesidades humanas más básicas, se conviertan en directrices de valores más amplios aún e intangibles –el “espíritu” (pneûma, dice en griego Pablo): como la solidaridad, la protección y caridad mutuas, la valentía ante las adversidades, el dominio propio que ayuda a garantizar la paz, la paciencia, etc. Esta explicación nos ayuda a encontrar el sentido de las palabras del Señor en el Evangelio:

--“Quien a ustedes los recibe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe al que me ha enviado.

Quien recibe a un profeta como profeta, recibirá recompensa de profeta…

…quien recibe a un justo como justo, recibirá recompensa de justo.

…Cualquiera que…, dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fría, a uno de estos pequeños, en verdad les digo que no perderá su recompensa.

Ya no vemos únicamente nuestra vida como una mutua aceptación amorosa, no se trata solamente de vivir los valores de solidaridad, sino de hacerlo porque conocemos que hay un sentido en la vida de todas las personas, y que nos asociamos a él hasta con la más mínima ayuda que aportemos.
En 1985, los habitantes de la ciudad de México vivimos dos terremotos espantosos. La gente –con su potencial de autoayuda solidaria-, se organizó para darse la mano y salir de tan terrible crisis. Una imagen muy querida y frecuente era la de los obreros forzudos que trabajaban para sacar de entre los escombros los cuerpos vivos o difuntos de las personas que yacían debajo.
Al mismo tiempo, veíamos a mujeres, jóvenes, niños, ancianos y a otros hombres, haciendo de comer y repartiendo alimentos para sostener el trabajo pesado de los obreros. Ya no se trataba sólo de “hacer comida”, o “repartir alimento”, sino de colaborar en la salvación de sus hermanos y hermanas. De pronto la vida adquiere sentido y funcionalidad: he ahí la gran invitación del Señor el día de hoy para nosotros y de paso, convertir en espíritu –elevándolas-, obras tan “carnales”, instintos básicos como hacer de comer…

“Quien a ustedes recibe, a mí me recibe, quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado…” ¿Puede haber otra forma más comprometida de brindar apoyo y elevación a nuestra autoestima?

U.I.O.G.D.

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