…Capítulo 35
Del mundo entero reunido ante sus ojos, y del alma de Germán, Obispo de Capua.
En otra ocasión, Servando, diácono y abad del monasterio que Liberio, antiguo patricio (1), había fundado en la región de Campania, fue a visitar a Benito, según su costumbre. Efectivamente, frecuentaba su monasterio; y como él estaba también lleno de buena doctrina y de gracia celestial, se intercambiaban dulces palabras de vida, y suspirando pregustaban ya el suave alimento de la patria celestial.
Visión de San Benito: Miniatura incluida en la inicial G (Gaudeamus omnes in Domino), de un Gradual de 1684 en la Biblioteca Capitular del monasterio de Einsiedeln.
Habiendo llegado la hora de entregarse al descanso, el venerable Benito subió a su celda, situada en la parte superior de una torre y el diácono Servando se quedó en la parte inferior. Una escalera comunicaba un piso con otro. Frente a la misma torre había una habitación amplia donde descansaban los discípulos de ambos.
El hombre de Dios, Benito, mientras los monjes dormían aún, se anticipó a la hora de las vigilias nocturnas y se quedó de pie junto a la ventana orando a Dios todopoderoso. De pronto, en aquella intempestiva hora nocturna vio difundirse una luz desde lo alto, que ahuyentó las tinieblas de la noche. Aquella luz en medio de la oscuridad brillaba con tanto resplandor, que su claridad superaba con creces a la luz del día.
En esta visión se siguió algo en extremo maravilloso, ya que según él mismo contó luego, apareció ante sus ojos el mundo entero, como recogido en un rayo de sol. Y mientras el venerable abad fijaba sus pupilas en el resplandor de aquella luz tan brillante, vio cómo el alma de Germán, obispo de Capua, era llevada al cielo por los ángeles en una bola de fuego (2).
Entonces, queriendo tener un testigo de tamaña maravilla, llamó al diácono Servando repitiendo dos o tres veces su nombre a grandes voces.
Asustado por aquel grito, insólito en el hombre de Dios, subió y miró, pero no vio más que una pequeña centella de aquella luz. Y como Servando quedara atónito ante este prodigio tan grande, el hombre de Dios le contó detalladamente todo lo que había sucedido. En seguida dio aviso al piadoso varón Teoprobo, de la villa de Casino, para que aquella misma noche enviara un mensajero a la ciudad de Capua, con el fin de informarse de cómo estaba el obispo Germán, e informándose minuciosamente supo que su óbito había acaecido en el mismo instante en que el hombre de Dios había visto subir su alma al cielo.
PEDRO.- ¡Cosa sobremanera admirable y de todo punto inaudita! Pero eso que has dicho: de que ante sus ojos apareció el mundo como recogido en un rayo de sol, no puedo imaginármelo, porque jamás he tenido semejante experiencia. Pues ¿cómo es posible que el mundo entero pueda ser visto por un hombre?
GREGORIO.- Fíjate bien, Pedro, en lo que voy a decirte. Para el alma que ve al Creador, pequeña es toda criatura (3). Puesto que por poca que sea la luz que reciba del Creador, le parece exiguo todo lo creado. Porque la claridad de la contemplación interior amplifica la visión íntima del alma y tanto se dilata en Dios, que se hace superior al mundo; incluso el alma del vidente se levanta sobre sí, pues en la luz de Dios se eleva y se agranda interiormente. Y cuando así elevada mira lo que queda debajo de ella, entiende cuán pequeño es lo que antes, estando en sí, no podía comprender. El hombre de Dios, pues, contemplando el globo de fuego vio también a los ángeles que subían al cielo, cosa que ciertamente no pudo ver sino en la luz de Dios. ¿Qué hay de extraño, pues, que viera el mundo reunido en su presencia, el que elevado por la luz del espíritu salió del mundo? Y al decir que el mundo quedó recogido ante sus ojos, no quiero decir que el cielo y la tierra redujeran su tamaño, sino que, dilatado y arrebatado en Dios el espíritu del vidente, pudo ver sin dificultad todo lo que estaba por debajo de Dios. Pues a esta luz que brillaba ante sus ojos, correspondía una luz interior en su alma, que arrebatando el espíritu del vidente en las cosas celestiales, le mostró cuán pequeñas son todas las cosas terrenas.
PEDRO.- Veo que me ha sido de gran utilidad el no haber entendido lo que dijiste antes, pues gracias a mi lentitud en comprender, tu explicación ha sido mucho más completa. Pero ahora que ya me has explicado estas cosas con tanta claridad, te ruego que vuelvas a tomar el hilo de la narración.
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(1) Fue prefecto de las Galias desde cerca del 515 hasta el 533, estuvo casado con Agrestia y fue un excelente cristiano. Construyó la basílica de Orange, en cuya dedicación se celebró el II Concilio de Orange (529). Murió hacia el 554. El monasterio fundado por él, parece que fue el de San Sebastián d’Alatri. San Gregorio, Epist. IX, 162.
(2) Era ya Obispo de Capua en el 519. Murió a fines del 540 o a principios del 541, puesto que su sucesor fue consagrado el 23 de febrero de 541; Corpus Inscriptionum Latinarum X, 1-2, 4503.
(3) Este capítulo abrió una controversia que duró desde el siglo XII al XVIII, sobre si San Benito vio la esencia divina o no. Se han dado diversas explicaciones del hecho, pero pienso que San Gregorio no pretende con este relato demostrar que San Benito vio la esencia divina –cosa imposible en esta vida, para el santo doctor-, sino que, dando como un hecho implícito que San benito vio al Creador per aenigma et speculum, , quiere explicar sencillamente que el santo fue elevado en un rapto místico hasta la contemplación de los atributos de Dios; que llegó a la cumbre de la contemplación y de la santidad, y que estaba tan desasido de todo lo mundano, y tan espiritualizado, que sólo le faltaba la liberación del cuerpo para penetrar en la visión de la esencia divina.
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San Gregorio Magno, San Benito de Nursia.
Edición de: De Vita et Miraculis Patrum Italicorum et de aeternitate animarum
(Conocido como Libro de los Diálogos, II Volumen). Versión con introducción y notas, de Ernesto Zaragoza Pascual, OSB. Ed. Lumen, Col. Ichthys, Buenos Aires Argentina, 1989, 153 pp.
U.I.O.G.D.
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